21.6.09

La pequeña aventura de la joven Natalia Brishgam.

La pequeña Natalia Brishgam lo sabía muy bien. “Cuando cumpla dieciocho años perderé mi virginidad”.


Eso había escrito en su diario. Ese que guardaba en una caja, detrás de los peluches. En lo más alto de la estantería. Donde no llegaba nunca a hacer limpieza su mamá.

Por eso cuando Natalia volvía de dar una vuelta con su novio, y éste se quedaba en el coche mirándola de “aquella” manera, ella decía NO a su proposición de hacerlo en el asiento de atrás.

Un beso. un buenanoches. y quizás un "mañana se verá". Así era la relación de Natalia con su novio Allan, con el cual llevaba siete meses.

Luego, se iba a su casa, daba un beso de buenas noches a sus padres, conectaba el ordenador y se metía en Internet.

Esto lo hacía tres veces al día desde hacía tres años. Desde que decidió anunciarse en un portal de subastas con el siguiente anuncio:

Chica de 15 años vende su virginidad al mejor postor. Rubia, regordita, cara de buena. Precio de salida 300 euros. Véase foto.

Los abogados de la página web, cuando vieron el anuncio, se escandalizaron. Una niña poniendo un anuncio como ese. ¿Dónde se había visto algo así? Inmediatamente se pusieron en contacto con la pequeña Natalia.

No consentirían que se produje semejante puja….
….Hasta que no hubiese cumplido mayoría de edad.

La pequeña Natalia se negó. Dijo que eso bajaría el interés por su “producto.” Pero los abogados fueron al juez, y éste le explicó a Natalia que había unas leyes. Al final, no tuvo más remedio que aceptar.

De esta manera esperaba Natalia Brishgam a que pasasen los cuatro meses que quedaban para su cumpleaños. También escuchaba música, salía con amigas, o estudiaba para los exámenes.

Pero no fue la única. A partir de su anuncio, salieron muchas competidoras. Chicas que también se vendían para pagarse los estudios, o dar de comer a su familia, decían.

Gente que se subía al carro viendo el éxito de la oferta. Fue entonces cuando la pequeña Natalia volvió a demandar a sus competidoras porque bajaban la demanda. Esta vez, el juez le dio la razón.

Cientos de páginas, y manifestaciones aparecieron oponiéndose a ello, y en los medios se empezó a hablar de prostitución.

Pero dio igual, porque los días seguían pasando y la pequeña Natalia Brishgam seguía viendo como aumentaban los dígitos. la subasta inicial ya superaba los 78.329 euros y no tenía aspecto de que fuese a parar.

El día de su cumpleaños se cerró la puja. La ganó un hombre divorciado y con dos hijos que prefirió no dar su nombre pero sí su edad, setenta y cuatro años.

El encuentro tuvo lugar en un hotel. Cuando Natalia llegó a la habitación, vio que ésta estaba decorada igual que su cuarto. La única diferencia es que sobre la cama había extendidas dos toallas blancas, y al lado de la estantería de los peluches aguardaban dos señores con traje.

Los hombres pidieron a Natalia que se tumbase en la cama. Entonces, sin ponerse una bata, únicamente colocándose dos guantes de látex, procedieron a comprobar el estado del himen. Tuvieron cuidado para no romperlo a petición del comprador.

Cuando los notarios testificaron la calidad del producto, salieron de la sala y entró el cliente.

La puerta de la suite 169 estuvo cerrada durante cuatro horas. Nadie, incluido el servicio de habitaciones, tenía permiso para llamar.

El primero en dejar el hotel fue el hombre. Salió por la puerta de atrás. Cuando Natalia entró al vestíbulo, cientos de periodistas la aguardaban con sus micrófonos enhiestos para preguntar.

Había una sola pregunta que salía de muchas voces distintas. “¿Cómo ha sido perder la virginidad?”

La pequeña Natalia Brishgam se rió. “¿Acaso no lo saben ustedes? Dijo con una voz suave, y volvió a reír.

Los periodistas insistieron buscando el titular del día siguiente.
“Ha sido igual que oír como chillaba mi perro - dijo Natalia- el día que lo atropelló un autobús.

Ese día-pensó Natalia-perdí la virginidad. Al menos por la oreja.
Porque la de su culo, ya la había perdido con el primer azote que recibió.
La de su boca, con el primer insultó que ella dirigió a sus padres.
Y la de sus ojos, con la primera muerte que vio por televisión.

Cada una de ellas tan joven, que no recordaba tener un diario donde apuntarlo.

20.6.09

Perfiles

A Joaquín Cofrades (Lloaquín como le gustaba corregir a él) lo conocimos un día en el mercadillo de la parte alta. Cuando le vimos, estaba metido entre dos puestos; uno era de calcetines de marca (los gitanos son capaces de ponerles Adidas a casi cualquier cosa) El otro, de fresas de temporada. Nos fijamos en él porque parecía estar haciendo negocios con una gitana muy gorda y muy vieja que hacía muchos aspavientos. Nos llamó la atención porque ni él parecía el típico comprador, ni la gitana el típico camello. (Más tarde nos contaría que lo que en realidad estaba comprando era un amuleto contra los males de ojo.)
El hecho de encontrarlo allá arriba, tan lejos del puerto y de la costa, no era casualidad. Como poco a poco fuimos descubriendo, Joaquín (perdón otra vez, Lloaquín) tenía una curiosa característica que consistía en tenerle miedo a casi todo. Como él mismo decía, su familia había sido muy pobre y su padre al morir, lo único que pudo dejarle en herencia, a parte de sus corbatas (para buscar trabajo), fueron sus supersticiones. Lloaquín era un saco de miedos ambulante. No sólo le tenía miedo a pasar debajo de una escalera o a romper un espejo. Su grado de profesionalidad en todo aquello que trajese mala suerte le hacía saber por ejemplo, que si besas a una persona empezando por la mejilla derecha, a la próxima que beses tienes que empezar por la izquierda, o sino, tocarle el hombro con la palma de la mano para compensar. Prácticamente él nos descubrió que había una regla para cada cosa que se hacía en la vida. Cambiar de camino cuando te cruzas con tres coches amarillos seguidos, o lavarse las manos cada vez que una persona dice la palabra alcahueta. El hecho de que tuviese que ser tan cuidado con todo lo que hacia, o se decía, le convertía en una persona muy temeraria. Lloaquín era una persona que salía muy poco de casa. Se movía en una serie de “anillos de seguridad” que él mismo había creado. Cuánto más salía a los anillos exteriores más posibilidades tenía de que le ocurriese algo malo.
Lloaquín vivía en la parte alta de la ciudad, cerca de la Ciudadela, y solo bajaba al paseo o a las ramblas cuando le llamaban para renovar los papeles del paro. Tenía miedo al agua, a los barcos, a los guiris y a que le cagasen las gaviotas. Había encontrado en el mercadillo de los martes un lugar de estabilidad, posiblemente porque los gitanos que lo habituaban eran las únicas personas que tenían tantas supersticiones como él.
Cuando Lloaquín salió de comprar el collar de huesos de ratón (la matriarca del clan se lo vendió como huesos de jineta), chocó con Marisa que, como siempre iba sin mirar. Al hacerlo, Lloaquín la pisó. Así que, según sus rituales, debía acompañarla durante media hora para asegurarse de que ésta no pisase a nadie más. Si lo hacía tendría que seguir al nuevo pisado y así, hasta una cadena sin fin. Pero nosotros no sabíamos nada de esto. Por eso, cuando empezó a seguirnos entre los puestos, en una mezcla entre pervertido sexual y espía patoso, llamó la atención de todos. No queríamos llamar a la policía porque nos hubiesen mandado a paseo de contarles que había un fetichista de pies que se había enamorado de las alpargatas de Marisa. Como él no quitaba ojo a los zapatos y nosotros íbamos a tomar un té y una Shisha en la tienda de Hadmed, le dijimos que nos acompañase sin resentimientos. Allí nos sentamos, y poco a poco a poco nos fue contado el motivo de su persecución. También nos relató el resto de sus costumbres lo que hizo se ganase un hueco en nuestro corazón y una invitación a todas las futuras fiestas que hiciésemos. Al final, la media hora de rigor se convirtió en seis horas. Todos queríamos tener un amigo namequiano, pero falta de eso, él podía rellenar ese hueco que nos faltaba. Además, era muy divertido ver la cara que ponía cada vez que pasábamos el pie por el encima del de Marisa.
Con el tiempo, fue olvidando esas costumbres y convirtiéndose en una persona más “normal”, al menos en ese aspecto. De hecho, pasó de apenas haber salido de su barrio, a acabar colgado de un árbol a veinte metros de altura durante dos días. Todo ello después de haber saltado de un globo aerostático. Pero bueno, estas cosas sucedieron tras haber conocido a Catherine, la que fue su novia durante dos semanas. A ella la conocí un día que huía de un colegio de primaria (era cleptómana de canicas). Pero como alguien dijo, eso es otra historia.

19.6.09

El muro


Contarán las narraciones que en pleno desierto del Sinaí, los israelitas construyeron un muro para que los palestinos no pudieran pasar a su territorio. Un muro para separar a las personas. Los israelitas querían un muro como los de antaño pero con la tecnología de los tiempos de ahora. Así fue como se inventaron la autopista. La nueva carretera separó a las personas que a partir de ese momento, no pudieron cruzar. Cada coche constituía un ladrillo, y cada ladrillo podía venírsete encima. Era un muro de aire que día tras día y noche tras noche se iba perfeccionando. Porque cada día el número de coches aumentaba y con ellos aumentaba el muro. Con lo que no contaron, es que había un problema. Con la autopista también se separó a las abejas, que se habían quedado a un lado, y las flores, que habían quedado al otro. Los científicos estudiaron el caso. Necesitaban un sistema para polinizar las flores y esas eran las abejas. No había otra manera. No las podían traer porque sus colmenas estaban al otro lado, pero tampoco las podían dejar porque las plantas no se reproducirían. Finalmente, los científicos dieron con la solución. Construir un puente para que pasaran las abejas. Así fue como crearon un camino lleno de flores. Una senda de olores que indicase a las abejas el camino a seguir. Contarán las narraciones como las abejas miraban desde arriba a la gente que esperaba, paciente, su oportunidad de cruzar al otro lado.

Ilustración de Itziar San Vicente

16.6.09

Buffet libre (sírvase usted mismo)


Enfrente del espejo. Estoy mirándome y quisiera ser otro.
Miro mis ojos y no me gustan, miro mis granos y quisiera morirme, miro mi nariz y quisiera rompérmela. Me miro entero y veo enfrente de mi a un capullo que con cara de gilipollas me mira. Y entonces quisiera ser otro. Quisiera ser más alto, más gordo, más guapo, oler a Hugo Boss. Me gustaría usar Axe y que unas tías desconocidas vinieran a follarme todas las noches. Beber leche de soja, apuntarme a taichi y que mi baño oliese a Don Limpio. También me gustaría usar unas Nike, tener un mondeo y poder usar compresas con alas. Y Como no quiero reventar lo único que me queda es mirar para otro sitio y aliviarme viendo como los demás también se amargan su vida intentando ser otros.
A mí para empezar me gustaría ser otro. A mi hermano que tiene cuatro años y es gilipollas le gustaría ser yo. A mi madre le gustaría ser la vecina para tener su mimipimer, y a mi vecina le gustaría que le pegase su marido.
A su marido violar a su vecina Cristinita, y a Cristinita le gustaría una 110.
A la que tiene una 110 le gustaría ser modelo y a la modelo ser anoréxica. A la anoréxica un big mac y al big mac ser Foigrás.
Al atleti le gustaría ser el Madrid, A la Beckham le gustaría ser la Nancy. A Martes ser 13, y a 13 una empanadilla.
A un pederasta le gustaría ser Michael Jackson, a Anesvad le gustaría más niños muriéndose de hambre.
Al mendigo le gustaría una vivienda y a la vivienda ser oficial. Al ciego le gustaría ser tuerto y al tuerto rey.
A Michael le gustaría ser Jordan, a Jordan ser Dios y a Dios ser Darwin.
A Aznar le gustaría ser 12 de Octubre, a Zapatero ser Zapatista. A Perón ser el Ché y al Ché ser un don nadie. A Nadie ser Alguno. Y a Alguno ser Todo el mundo.
Al dramaturgo ser un incomprendido. Al teatro le gustaría estar vivo. Al cine le gustaría ser tele y a la tele Internet.
Enfrente del espejo. Me miro pero ese que mira no soy yo. Yo me encuentro a diez mil anuncios de distancia que me dicen lo que no soy, lo que no llevo, y lo que no quiero llegar a ser. Y Eso es precisamente ser yo mismo. Porque apesto, igual que el resto de la gente. Y por eso bendigo que existan anuncios que me dicen a que tengo que aspirar. Porque lo que no soporto es esa gente que maldice a la publicidad, que la utiliza en esos discursos sobre la desigualdad del mundo. Esa gente que dice que llora cuando pone las noticias de la dos, o que elegiría cenar con Gandhi si le estuviesen preguntando en un concurso de miss mundo con quien le gustaría hablar.
Y me dan asco hasta vomitar. Porque aunque sé que debería, yo no lloro por muchos niños que salgan con moscas en las ojos porque no me sale. Porque una cosa es lo que siento y otra lo que debería sentir.
Y me dan asco hasta vomitar porque yo elegiría preguntarle a Scarlet Johanson de que color lleva las bragas antes que a Gandhi por qué no lleva ropa encima. Porque una cosas es lo que siento y otra lo que debería sentir.
Y me dan asco hasta vomitar porque yo no le echo la culpa a la publicidad de que nos sugestionen con aspiraciones insustanciales. Porque yo se que no necesito a la publicidad para desear lo que no tengo. Porque mi naturaleza me lleva a desear saber lo que no sé, a desear lo que no controlo, a poseer lo que se me escapa. Y por eso descubrimos el fuego, y por eso controlamos la naturaleza y por eso me pregunto por qué estoy aquí.
La publicidad lo único que hacer es vivir de ello. Porque al rico le gustaría ser guapo, al guapo ser listo, y al listo tenerla larga. Porque hasta si mi mano izquierda pudiese hablar, le gustaría ser mi mano derecha. Y si no lo entiendes es que deberías mirarte al espejo. Y si no lo entiendes te lo voy a explicar.
A mi mano izquierda le gustaría ser mi mano derecha porque:
Porque es con la mano que saludo, con la que digo hola, con la que doy la mano y con la que mando a tomar por culo.
Porque es con la que pido permiso para hablar.
Porque es con la que me la meneo, con la que me la muevo más rápido, porque estoy más cómodo, porque sólo pienso en la otra cuando quiero innovar.
Porque de las dos, es la que me leen las pitonisas.
Porque es la que se llena de mierda cuando el papel se rompe mientras me limpio el culo.
Porque es con la que doy azotes a mi hijo.
Porque es con la que me saco los mocos.
Porque con esa mano apretaría el botón para destruir el mundo.
Porque es con la que les hago un dedo.
Porque es en la que imagino que llevo la batuta marcando el ritmo.
Porque es la que me cortarían si fuese musulmán.
Porque es la que escribe estas palabras.

(Dedicado a todos los anuncios de colonias).


Ilustración de Itziar San Vicente