20.6.09

Perfiles

A Joaquín Cofrades (Lloaquín como le gustaba corregir a él) lo conocimos un día en el mercadillo de la parte alta. Cuando le vimos, estaba metido entre dos puestos; uno era de calcetines de marca (los gitanos son capaces de ponerles Adidas a casi cualquier cosa) El otro, de fresas de temporada. Nos fijamos en él porque parecía estar haciendo negocios con una gitana muy gorda y muy vieja que hacía muchos aspavientos. Nos llamó la atención porque ni él parecía el típico comprador, ni la gitana el típico camello. (Más tarde nos contaría que lo que en realidad estaba comprando era un amuleto contra los males de ojo.)
El hecho de encontrarlo allá arriba, tan lejos del puerto y de la costa, no era casualidad. Como poco a poco fuimos descubriendo, Joaquín (perdón otra vez, Lloaquín) tenía una curiosa característica que consistía en tenerle miedo a casi todo. Como él mismo decía, su familia había sido muy pobre y su padre al morir, lo único que pudo dejarle en herencia, a parte de sus corbatas (para buscar trabajo), fueron sus supersticiones. Lloaquín era un saco de miedos ambulante. No sólo le tenía miedo a pasar debajo de una escalera o a romper un espejo. Su grado de profesionalidad en todo aquello que trajese mala suerte le hacía saber por ejemplo, que si besas a una persona empezando por la mejilla derecha, a la próxima que beses tienes que empezar por la izquierda, o sino, tocarle el hombro con la palma de la mano para compensar. Prácticamente él nos descubrió que había una regla para cada cosa que se hacía en la vida. Cambiar de camino cuando te cruzas con tres coches amarillos seguidos, o lavarse las manos cada vez que una persona dice la palabra alcahueta. El hecho de que tuviese que ser tan cuidado con todo lo que hacia, o se decía, le convertía en una persona muy temeraria. Lloaquín era una persona que salía muy poco de casa. Se movía en una serie de “anillos de seguridad” que él mismo había creado. Cuánto más salía a los anillos exteriores más posibilidades tenía de que le ocurriese algo malo.
Lloaquín vivía en la parte alta de la ciudad, cerca de la Ciudadela, y solo bajaba al paseo o a las ramblas cuando le llamaban para renovar los papeles del paro. Tenía miedo al agua, a los barcos, a los guiris y a que le cagasen las gaviotas. Había encontrado en el mercadillo de los martes un lugar de estabilidad, posiblemente porque los gitanos que lo habituaban eran las únicas personas que tenían tantas supersticiones como él.
Cuando Lloaquín salió de comprar el collar de huesos de ratón (la matriarca del clan se lo vendió como huesos de jineta), chocó con Marisa que, como siempre iba sin mirar. Al hacerlo, Lloaquín la pisó. Así que, según sus rituales, debía acompañarla durante media hora para asegurarse de que ésta no pisase a nadie más. Si lo hacía tendría que seguir al nuevo pisado y así, hasta una cadena sin fin. Pero nosotros no sabíamos nada de esto. Por eso, cuando empezó a seguirnos entre los puestos, en una mezcla entre pervertido sexual y espía patoso, llamó la atención de todos. No queríamos llamar a la policía porque nos hubiesen mandado a paseo de contarles que había un fetichista de pies que se había enamorado de las alpargatas de Marisa. Como él no quitaba ojo a los zapatos y nosotros íbamos a tomar un té y una Shisha en la tienda de Hadmed, le dijimos que nos acompañase sin resentimientos. Allí nos sentamos, y poco a poco a poco nos fue contado el motivo de su persecución. También nos relató el resto de sus costumbres lo que hizo se ganase un hueco en nuestro corazón y una invitación a todas las futuras fiestas que hiciésemos. Al final, la media hora de rigor se convirtió en seis horas. Todos queríamos tener un amigo namequiano, pero falta de eso, él podía rellenar ese hueco que nos faltaba. Además, era muy divertido ver la cara que ponía cada vez que pasábamos el pie por el encima del de Marisa.
Con el tiempo, fue olvidando esas costumbres y convirtiéndose en una persona más “normal”, al menos en ese aspecto. De hecho, pasó de apenas haber salido de su barrio, a acabar colgado de un árbol a veinte metros de altura durante dos días. Todo ello después de haber saltado de un globo aerostático. Pero bueno, estas cosas sucedieron tras haber conocido a Catherine, la que fue su novia durante dos semanas. A ella la conocí un día que huía de un colegio de primaria (era cleptómana de canicas). Pero como alguien dijo, eso es otra historia.

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