16.7.09



Una calle vacía. Por no estar, no está ni él, tampoco ella. Solo su ropa. Ropa caída, ropa sin un cuerpo que vestir, ropa sin vida. Como huellas del crimen. La reconstrucción de una relación convertida en jirones de ropa. La pelea vista por un cordón roto, una camiseta que encogió en la lavadora, pequeños rastros que muestran el paso del tiempo, sin que la desesperación se llegue a entrever. Unos calcetines (como siempre desparejados.) Una cazadora americana que se puso una vez para impresionar y que, por no haber cumplido su misión, quedó relegada a una percha, y un cuaderno. Uno que solo se escribía cuando había miedo. Él no sabrá donde acabarán todos sus recuerdos. Ella lo sabe, pero lo quiere olvidar. Una tragedia escrita en el suelo, una historia de amor que acaba en un cubo de basura. El basurero, al día siguiente, tratará de reconstruir la situación pero no podrá.

13.7.09

En una caja de cerillas, Jaime descubre el dolor.
En una maceta, Luisa, el sabor de la tierra.

Es viendo el mar donde Arturo descubre el infinito.
Y enfrente de una lentejas, donde Emma aprende esa palabra llamada resignación.

Mientras tanto, en un espejo, Alejandro e Irene, desnudos, descubren por qué los seres humanos son diferentes.
Y en una cama, bajo las mantas, los hermanos Roberto y Tomás, descubren con la ayuda de una linterna como se siente uno al descubrir una cueva y a qué sabe el sabor de la aventura.

Probando muestras de comidas de perro en un veterinario, Andrea descrubre con Sparky el valor de compartir.
Y viendo a la hermana mayor de su amigo Mateo, Alberto descubre el valor de la lencería.

Saltando olas y persiguiendo gaviotas, Victoria descubre esa palabra tan mal empleada llamada libertad
Y comiéndose todos los ositos de color naranja, Ignacio descubre la fuerza del egoísmo.

Esto sucede antes de que todos ellos cumplan cinco años, antes de que aprendan que deben aprender.

En la alcoba de su habitación, Adriana duerme y al mismo tiempo sueña que no es mayor nunca.


Antes de conocernos, a ti y a mí nos separaban 357 camas. Entre nosotros había 712 paredes. (Eso si no contamos la que tiraron tus padres para agrandar el salón.)
También había entre nosotros 954 cocinas, 298 estanterías y 17 cuadros de de caballos corriendo en el medio del salón.
Tú te encontrabas a 283 televisores y siete barrios de distancia.
Pero ahí no acaba la cosa. También estabas a 1974 risas de que nos conociésemos. A 133 tampones usados, a 359 lloros de distancia.
Te encontrabas a 41 te quieros dichos a otras chicas, a 479 orgasmos y a 85 sobres de sopas Knor tomados un jueves por la noche.

Para recorrer la distancia que había entre tu vida y la mía, sólo hubo que solventar 7 paradas de metro, las siete horas de cola del concierto, y una vez allí, aguantarte la mirada.

Tardaste en recorrer las 39 calles que separaban tu casa de la mía 6395 días. 6395 para que luego te bastase con 1 mirada.

Ahora han pasado 6395 días desde que nos conocimos. Justo los mismos que tardamos en conocernos. Ya no hay 283 televisores entre nosotros, lo que hay ahora son 4270 días cenando con la tele encendida. Ya no nos separan 954 cocinas, lo hacen las 1842 bolsas de basura tiradas. Tampoco hay 85 sobres de sopas Know, pero sí 261 huevos fritos.
Entre tú y yo ha habido 24534 lágrimas derramadas. 17215 de ellas delante de mí. Las otras 7319 en silencio.
También ha habido 2304 lavadoras y 8733 calcetines tirados (demasiados calcetines para que entre tanta suciedad sobreviviese algo)
Pero es que ahí no acaba la cosa. En este tiempo nos han separado 396 “hoy estoy cansada”, 14874 “síes”, 22979 “nóes”. Algún “basta”. Muchos “ya está bien”, y muy pocos “lo siento”.
Ahora ya no hay 17 cuadros de caballos corriendo en el medio del salón. Lo que hay es una foto de una niña sonriendo que es lo único que nos une.
Entre nosotros ya no hay 712 paredes. Sólo hay una, pero parece muy gruesa. También hay un sofá de distancia. Desde el mismo en que comprendo, que mañana por la mañana no estaré aquí.

Ilustración de Itziar San Vicente

2.7.09


De pequeño había intentado ser delegado de clase, no comer la menestra del colegio, acostarse después de las doce y no lo había conseguido. En la adolescencia intentó ser anarquista, perder la virginidad antes de los quince, y tampoco dio resultado. Así que, cuando llegó el día en que intentó suicidarse lanzándose desde la azotea y no funcionó, tampoco se sorprendió demasiado.
-¿Por qué no te metes a político? Le dijo un amigo mientras se recuperaba en el hospital.
-Así no te sentirás mal cuando no cumplas lo que te propones. Y así hizo.
Cual no sería su infortunio el día que todas sus falsas promesas se hicieron realidad.
Ningún votante fue capaz de perdonarle esa afrenta en las siguientes elecciones.

Ellos sabían que nunca los detendrían.
Que ningún juez los condenaría.
Pero los dos se sabían asesinos.
Culpables de mil pequeños crímenes.

Él era de los que reciclaban el plástico.
Ella, de las que esperaban su turno en las colas.
El resto de los días se acordaban de mandar felicitaciones.
Eran de los que sabían, sin necesidad de una agenda, las fechas de cumpleaños.

Cualquier abogado los hubiese defendido.
Ningún niño hubiese volteado su cabeza.
Cuando el jurado entró en la sala
Lo único que vio es que ambos pagaban sus impuestos.

Pero aún así, ellos se sentían criminales
Y aunque nadie los declarase responsables,
los dos se sabían asesinos.
Culpables de mil pequeños crímenes.

Culpables de haber acabado con su paciencia.
De haber apedreado su inocencia.
Los dos sabían ser los homicidas
De las mil vidas que imaginaron vivir juntos.

Pero el juez no vio los cadáveres.
Y los vecinos no escucharon los gritos.
No hay desacato, hay consenso.
Los bienes se dividirán en dos.

Así fue como quedaron impunes
Del delito de su relación.
Libres de haber acabado
Con todo aquello que amaron del otro.

Se sabían asesinos. Y querían su castigo.
Pero nadie los paraba por la calle.
Porque el resto de la gente, no eran justicieros.
Eran sus cómplices.
Cómplices de mil pequeños crímenes.

1.7.09


Esther es linda en la superfice, pero debajo hay una alfombra de vacío por la que perderse. Ana María tiene buen trasero y un movimiento de caderas que daría envidía a cualquier atracción de una montaña rusa. Sin embargo, su mente me dice lo mismo que una tarde entera jugando al cinquillo. Iria, en cambio, es un mar cenagoso por el que navegar. En ella conviven tanto las zonas abisales, como aguas cristalinas. Su calma chicha pasa a marejada con la velocidad de un tornado, y tú en ella estás tan indefenso como un cascarón de nuez en un océano. Aún ni con toda una vida viviendo juntos lograría entender que misterioso secreto es lo que hace moverse. Por otra parte, su culo anda bastante prieto y sus tetas, aunque pequeñas, son un placer destinado a castas superiores a las que no pertenezco. Podría jugar cienmil veces a la lotería y nunca tendría tanta suerte como he tenido con ella. Podría pasarme cada segundo de mi vida a su lado y nunca llegaría a comprenderla.
Sin embargo, en este bar, a las dos de la madrugada, mis ojos no pierden de vista aquellas nalgas que prometen el infierno. Sé que en la cama me espera Iria durmiendo, pero los gritos de mis amgios no me dejan oír los suaves ronquidos que emite llamándome como una sirena. Sé que está noche acabaré vomitando tras haber pasado bajo las sabanas de Esther, Ana María o como se llame la chica que baila y que no para de mirarme. Mañana, cuando me despierte, seguiré sin saberme su nombre.
Por muy guapa que seas, la belleza importa poco una vez has eyaculado. Por eso mañana, la chica de la pista de baile no me quitará el sueño. El problema está en esta noche, y en ese trasero que no me deja ver nada más. Lo que la mayoría de la gente no entiende, es que más allá de la carne, lo que nos atrae es la satisfacción de probarnos que uno todavía es capaz de conquistar. Porque no hay nada que mate más, que la tranquilidad de saber que ya tienes algo. Da igual que hayas sido pobre toda tu vida. Al día siguiente a que te toque un millón de euros ya sentirás que es tuyo por derecho propio. A lo bueno te acostumbras, y no hay nada peor que el uso para que pierda valor, ya sea un millón de euros o la mujer de tus sueños.Tal vez no juegue limpio. Tal vez mañana, de madrugada, sienta como la suciedad me crece cuando me meta en ese hueco que Iria ha dejado en las sabanas para mí. Pero en este momento, en lo único que pienso, es que esta chica que me está abriendo la bragueta sólo me bese en aquellas zonas a las que pueda llegar para quitarme el carmín.

María Eloísa es una chica muy linda que guarda cien mapas dentro de su cabeza y mil brújulas en sus pies. Si la preguntas por Nairobi, sabe decirte la época de lluvias, la moneda en vigor y sus dos idiomas oficiales. Así, con casi cualquier país que le preguntes. Con respecto a sus pies, sólo hay que seguirla un día por los parques de la ciudad universitaria y lo entenderás. Anda corriendo y lo hace con una suavidad que encandila. Se ha comprado una veleta de esas que tienen una flecha y forma de gallo para cuando emprenda su “gran viaje.” No es de las grandes, es de las que caben en el bolsillo. Lo hace por si un día se pierde y no sabe el camino. Entonces, dice, sacará la veleta y el viento le indicará por donde seguir. Lo tiene todo preparado, todo salvo la ruta. Sabe que partirá el 23 de Junio, pero no sabe dónde estará el 17 de noviembre. “Si supiera a dónde voy, no sería un gran viaje.” También se había comprado un playmóvil aventurero en un mercadillo. Un compañero de viaje que tuviese más experiencia y que siempre estuviese sonriendo. Tenía el propósito de escribirse una carta desde cada país y meter una piedra dentro. Así cuando llegará, tendría un montón de trocitos del mundo. Posiblemente los colocará en una vitrina y la expusiera como “una vuelta al mundo en un sólo vistazo” o algo así. No lo tenía muy claro pero sabía que de alguna forma iba a sacarse su dinero con eso. Mientras tanto, trabaja de mujer-anuncio en la calle para ganarse el sustento que le permitiese viajar. Se sienta en un banco y se pone un cartón que promociona una sucursal de comida rápida. Y eso es todo su trabajo. Sentarse y esperar que los viandantes que crucen delante de ella se deslumbren por las letras fosforitas. “Nucdogs. Nunca un perrito caliente supo tanto a verdadero perrito.” Ese es el eslogan y su parte delantera. En la espalda, donde los anuncios del cartel no llegan, muestra una camiseta que ha dibujado ella misma y que dice: “Hay más vacas y cerdos en el mundo que personas. No te avergüences si te llaman lechuguino.” Si alguien le pregunta, tiene que indicarles que el local está a cien metros girando la esquina. Pero cuando alguien lo hace suele ser para preguntarle qué libro está leyendo.
Así lleva más de dos años. Ahorrando y ahorrando para cuando todo esté listo. Si le preguntas cuanto más necesita. Te dice un poco más, sólo un poco más y ya está. Pero todos sabemos que no está ya. Que tras el 23 de junio vendrá el 14 de septiembre, y que tras septiembre vendrá primeros de año. No es la quinta vez que pospone su viaje y tampoco será la última. El día que la conocí, estaba en una cafetería haciendo cálculos en una servilleta. Cuando le hablé, me dijo que intentaba descubrir la manera de que su mochila bajase de 8 kilos 200 gramos sin dejar ningún artículo en el camino.
Nunca he visto a nadie que estuviese tan preparado para enfrentarse a su destino. El problema es que con tantas cosas había olvidado meter el valor de enfrentarse a él en la mochila, y ahora ya no le cabía. Ella sigue diciendo, que no pasa nada, que más tarde o más temprano hará pero, yo creo que ya lo ha empezado, hace 23 años. Lo que pasa es que no se ha dado cuenta.

La contradicción del abejorro

Un buen día, en el bosque de los animales, la Lechuza vio al Murciélago cabizbajo. Movía las alas con desgana y suspiraba a cada rato. La Lechuza, que era muy lista (todos los búhos lo son), se extrañó al verlo volar a la luz del día.
¿Qué te pasa?- Le preguntó.
Estoy triste.- Le contestó el Murciélago. La Lechuza preguntó el por qué de su tristeza, pero el Murciélago no quería hablar. Al final, tras mucho insistir, consiguió que éste le explicase su malestar.
Me siento acomplejado.- Dijo el Murciélago. -Creo que no sirvo para nada. Estoy mal hecho, soy feo, y ni siquiera vuelo bien. Cualquier pájaro es capaz de ganarme en una carrera y hasta me cuesta cazar una polilla. - Dijo el Murciélago relatando su malestar.
-Vivo de noche para que los demás mamíferos no se avergüencen de mí. El resto de mis compatriotas ni siquiera vuelan. Creo que no debería existir.
La Lechuza escuchó a Murciélago atentamente (y como era muy sabía), cuando éste acabó, le habló sobre la importancia de de quererse a uno mismo. De respetarse, y de valorarse como forma para que te valoren los demás. Pero el Murciélago seguía triste y con ánimo alicaído.
Eso mismo pensaba yo antes de conocer al colibrí.- Dijo el Murciélago.
-¿Qué tiene que ver el colibrí con tu bajo estado de ánimo?-Le preguntó la Lechuza.
-¿Cómo puedo compararme yo con él? - Respondió el Murciélago. -El colibrí es capaz de mover las alas 80 veces por segundo. Eso son 4800 aletazos en un minuto. Yo apenas puedo planear. Él las mueve tan rápido que pueden permanecer parado en el aire, o volar hacía atrás, o hacía un lado, o hasta boca abajo, como un helicóptero. Yo necesito tirarme desde altura o no sería capaz de despegar. De hecho, el colibrí vuela tan bien que no tiene casi necesidad de sentarse. Y mírame a mí, que cuelgo boca abajo.
Así fue como el Murciélago relató a la Lechuza las proezas del colibrí. Que si el 30 % de su peso eran los músculos de sus alas. Que si su corazón era capaz de latir 1250 veces por minuto. Así estuvo hablando durante más de dos horas. -La verdad, Lechuza. – Dijo el Murciélago. -Cada vez que me cruzo con el Colibrí se me cae el alma al suelo y no puedo dejar de pensar que soy un miserable.
La Lechuza, que había escuchado atentamente todo lo que había dicho el Murciélago, pensó durante largo rato una respuesta que pudiese dar al Murciélago de la confianza perdida. Finalmente dijo:
-Tienes razón. Eres feo, tienes las orejas grandes y los ojos saltones. Tus alas parecen dos estropajos y tus patas alambres de metal. No me extraña que tengas envidia al colibrí. Ahora que me has explicado todo esto, yo también me siento acomplejado. Ay, Murciélago. ¿Qué podemos hacer?
El Murciélago abrazó a la lechuza y sollozaron. Estuvieron lamentándose de sus imperfecciones durante un buen rato en aquel claro del bosque.
Finalmente, a la lechuza se le ocurrió una idea. Visitar al colibrí para preguntarle qué podían hacer con sus vidas. Y hacia allí se encaminaron.
Cuando por fin llegaron, se encontraron que el colibrí estaba también suspirando en lo alto de la rama de un árbol.
¿Qué te pasa? –preguntaron Lechuza y Murciélago.
Estoy triste.- Respondió el colibrí.
¿Tú? Dijo el Murciélago sorprendido. Pero, ¿por qué?
Me siento acomplejado.- Respondió de nuevo el colibrí, y señaló hacía abajo. El Murciélago y la Lechuza miraron el campo de flores. Allí sólo había un pequeño abejorro que zumbaba de flor en flor.
-¿Cómo puedo compararme yo con él? - Respondió el Colibrí. -El Abejorro mueve las alas 15.000 veces por minuto. Eso es tres veces más rápido de lo que puedo hacer yo. Fijaros en sus alas, no son más que dos estropajos. ¿Y qué me decís de su cuerpo? Parece una pelota de tenis. Cada vez que lo miro con esas alitas es como si estuviese pavoneando su facilidad para volar. Ojala yo pudiera hacerlo con esas alas raquíticas y transparentes y no con estas alas fuertes que no sirven. La verdad. – Dijo el Colibrí. -Cada vez que me cruzo con el Abejorro se me cae el alma al suelo y no puedo dejar de pensar que soy un miserable.
Entonces, en ese mismo instante, los tres animales miraron para abajo. Y aunque todos miraron el mismo punto, ninguno de ellos pensaba lo mismo.

Según los manuales de aeronáutica, el abejorro no puede volar por la forma y el peso de su cuerpo en relación con la superficie de sus alas. Pero el abejorro no lo sabe, por eso sigue volando.
IGOR SIKORSKY

Todos tenemos buen currículum


-No.

-Quizás.

-Tal vez.

-No.

-Nanay.

-No hay.

-Que va.

-Lo siento.

-No.

-Que no.

-Porque no.

Salgo a buscar trabajo y la respuesta se escribe sola. No hay nada más estúpido que un tipo caminando con un currículum bajo el brazo. No me extraña que sea difícil encontrar trabajo, cualquier persona que lleve camisa y una hoja de papel en las manos dan ganas de joderlo. No me sorprendería si me contasen que en las guerras utilizan a personas que buscan trabajo como chaleco antibalas. Ya lo sé. Todos pasamos por esto, incluso los jefes. La diferencia es que ahora son ellos los entrevistadores y yo el entrevistado. Es su única oportunidad de cagar a alguien tal y como les cagaron a ellos. De sentirse por encima de ti. De ser superiores. No les culpo. Yo haría lo mismo.

A los quince años había una chica en mi clase que se llamaba Clara. Era gorda, de pelo electrizado, y siempre que la veías, estaba comiendo un bollo. A los quince años no nos gustaba a nadie. Todos creíamos tener cotas más altas a las que aspirar.

Sin embargo ya se la había chupado a la mitad de la clase. Alguno se inventó una frase que ese año repetíamos continuamente.- ¡Chupapolla Claraboya! Se lo gritábamos agarrándonos bien fuerte la entrepierna. Y con tonillo. En plan cantinela, que así jodía más.

Evidentemente, un año antes nadie decía tal cosa. Todos estábamos deseosos de ser uno más del grupo de sus elegidos. Pero en tercero de B.U.P, aquellos que éramos iniciados ansiábamos nuevas conquistas, alguna que no estuviese tan devaluada.

Es cierto, teníamos quince años, (habíamos pasado de matar hormigas a los cinco, a pegarnos a los diez, a insultarnos a los quince) Éramos chavales y no entendíamos bien lo que hacíamos (aunque en realidad si entendíamos) La humillábamos por hacernos algo que deseábamos y que ninguna otra persona quería hacernos. Simplemente porque ella lo hacía y las otras no. Esa era nuestra manera de vengarnos contra el mundo. Insultarla a ella.

Lo bueno de estas cosas es que la vida suele devolverte la jugada. El otro día vi a Claraboya en un spot australiano. (Se había cambiado de país, no lo sabíamos.) Anunciaba un conjunto de sujetadores. Había perdido cuarenta kilos y había ganado en bótox y cirugías, pero las tetas estaban como entonces. Por eso, cuando la vi, apenas la reconocí. Ella parecía una veinteañera que no desentonaría en las playas de Malibú y en cambio a mí, me estaba creciendo una tripa que sería difícil de disimular en lo que me resta de vida.

Con esto lo que quiero decir es que es muy fácil culpar a la inflación, al superávit, o a los contratos basuras. Supongo que esto explica algunas cosas y hace la vida más llevadera. Sin embargo, lo que no explica es que el vecino pegue a su mujer cada noche, o que a los hombres de cuarenta les gusten las chicas de catorce.

Nosotros teníamos quince años y en su momento, eso podía servirnos para justificar aquello que estábamos haciendo. Por suerte la vida nos la hizo pagar. Lo malo, es que a veces Dios no siempre tiene tiempo para vengar todos los desacatos. En cualquier caso, no lo culparé si no me da trabajo.