1.7.09

La contradicción del abejorro

Un buen día, en el bosque de los animales, la Lechuza vio al Murciélago cabizbajo. Movía las alas con desgana y suspiraba a cada rato. La Lechuza, que era muy lista (todos los búhos lo son), se extrañó al verlo volar a la luz del día.
¿Qué te pasa?- Le preguntó.
Estoy triste.- Le contestó el Murciélago. La Lechuza preguntó el por qué de su tristeza, pero el Murciélago no quería hablar. Al final, tras mucho insistir, consiguió que éste le explicase su malestar.
Me siento acomplejado.- Dijo el Murciélago. -Creo que no sirvo para nada. Estoy mal hecho, soy feo, y ni siquiera vuelo bien. Cualquier pájaro es capaz de ganarme en una carrera y hasta me cuesta cazar una polilla. - Dijo el Murciélago relatando su malestar.
-Vivo de noche para que los demás mamíferos no se avergüencen de mí. El resto de mis compatriotas ni siquiera vuelan. Creo que no debería existir.
La Lechuza escuchó a Murciélago atentamente (y como era muy sabía), cuando éste acabó, le habló sobre la importancia de de quererse a uno mismo. De respetarse, y de valorarse como forma para que te valoren los demás. Pero el Murciélago seguía triste y con ánimo alicaído.
Eso mismo pensaba yo antes de conocer al colibrí.- Dijo el Murciélago.
-¿Qué tiene que ver el colibrí con tu bajo estado de ánimo?-Le preguntó la Lechuza.
-¿Cómo puedo compararme yo con él? - Respondió el Murciélago. -El colibrí es capaz de mover las alas 80 veces por segundo. Eso son 4800 aletazos en un minuto. Yo apenas puedo planear. Él las mueve tan rápido que pueden permanecer parado en el aire, o volar hacía atrás, o hacía un lado, o hasta boca abajo, como un helicóptero. Yo necesito tirarme desde altura o no sería capaz de despegar. De hecho, el colibrí vuela tan bien que no tiene casi necesidad de sentarse. Y mírame a mí, que cuelgo boca abajo.
Así fue como el Murciélago relató a la Lechuza las proezas del colibrí. Que si el 30 % de su peso eran los músculos de sus alas. Que si su corazón era capaz de latir 1250 veces por minuto. Así estuvo hablando durante más de dos horas. -La verdad, Lechuza. – Dijo el Murciélago. -Cada vez que me cruzo con el Colibrí se me cae el alma al suelo y no puedo dejar de pensar que soy un miserable.
La Lechuza, que había escuchado atentamente todo lo que había dicho el Murciélago, pensó durante largo rato una respuesta que pudiese dar al Murciélago de la confianza perdida. Finalmente dijo:
-Tienes razón. Eres feo, tienes las orejas grandes y los ojos saltones. Tus alas parecen dos estropajos y tus patas alambres de metal. No me extraña que tengas envidia al colibrí. Ahora que me has explicado todo esto, yo también me siento acomplejado. Ay, Murciélago. ¿Qué podemos hacer?
El Murciélago abrazó a la lechuza y sollozaron. Estuvieron lamentándose de sus imperfecciones durante un buen rato en aquel claro del bosque.
Finalmente, a la lechuza se le ocurrió una idea. Visitar al colibrí para preguntarle qué podían hacer con sus vidas. Y hacia allí se encaminaron.
Cuando por fin llegaron, se encontraron que el colibrí estaba también suspirando en lo alto de la rama de un árbol.
¿Qué te pasa? –preguntaron Lechuza y Murciélago.
Estoy triste.- Respondió el colibrí.
¿Tú? Dijo el Murciélago sorprendido. Pero, ¿por qué?
Me siento acomplejado.- Respondió de nuevo el colibrí, y señaló hacía abajo. El Murciélago y la Lechuza miraron el campo de flores. Allí sólo había un pequeño abejorro que zumbaba de flor en flor.
-¿Cómo puedo compararme yo con él? - Respondió el Colibrí. -El Abejorro mueve las alas 15.000 veces por minuto. Eso es tres veces más rápido de lo que puedo hacer yo. Fijaros en sus alas, no son más que dos estropajos. ¿Y qué me decís de su cuerpo? Parece una pelota de tenis. Cada vez que lo miro con esas alitas es como si estuviese pavoneando su facilidad para volar. Ojala yo pudiera hacerlo con esas alas raquíticas y transparentes y no con estas alas fuertes que no sirven. La verdad. – Dijo el Colibrí. -Cada vez que me cruzo con el Abejorro se me cae el alma al suelo y no puedo dejar de pensar que soy un miserable.
Entonces, en ese mismo instante, los tres animales miraron para abajo. Y aunque todos miraron el mismo punto, ninguno de ellos pensaba lo mismo.

Según los manuales de aeronáutica, el abejorro no puede volar por la forma y el peso de su cuerpo en relación con la superficie de sus alas. Pero el abejorro no lo sabe, por eso sigue volando.
IGOR SIKORSKY

4 comentarios:

Isa dijo...

Impresionante

Itziar San Vicente dijo...

Qué grande la ignorancia.

diana dijo...

No me extraña que le dé título al blog... Qué bueno, Iñaki.

carlos minghella dijo...

Este relato me ha dejado en pause contínuo... es genial