26.11.09

Acepciones II

La palabra Futuro tiene ese algo que perfora. Como una taladradora. Ese tipo de ruido sordo que retumba e incomoda.

No lo digo porque el Futuro me abrume, simplemente es que no me interesa satisfacer las ambiciones que los demás tienen depositadas en mí.

Por eso, cuando me hablan de estudiar para conseguir un buen empleo, siento como si todos los peces gordos del mundo se estuvieran riendo. Lo que más miedo me da, no es que la gente lo crea, es que de tanto oírlo, mis padres también le dan crédito.

Palabras como “tienes que ser alguien” o “debes esforzarte para conseguirlo”, me producen más dentera que las uñas de Florence Griffin rayando una pizarra. Todos deberíamos tener la opción de cagar nuestras vidas sin tener que sentirnos culpables por ello. Por eso, lo peor del futuro entra con el “te lo dije”, con los consejos que debías haber escuchado.

Es de buenas personas intentar que tu hijo no cometa un error, pero es de los honestos dejar que tropiecen con las mismas piedras que tú. ¿Por qué si tú te equivocaste no dejas que tu hijo lo haga? ¿No debería tener las mismas oportunidades que tú? Debe ser muy difícil asumir que has elegido mal.

¿Y qué si quieres pasarte la vida pintando la mona, siendo un parasito? ¿Acaso la vaca que pasta no lo es? Me gustaría ser una de esas vacas que viven a la suya hasta el día que las matan y las hacen entrecots. Vivir hasta donde te den chance y cuando todo acabe, nada de títulos de crédito.

La unión europea paga un subsidio de dos euros y medio a cada ganadero para que tengan una vaca. Teniendo en cuenta que más de la mitad de la población mundial vive con menos de esa cantidad, no veo por qué el gobierno no subvenciona a mis padres para que siga haciendo lo que hasta ahora.

Firmado:
Aprendiz de ternero.

23.11.09

acepciones I



Avanzar, prosperar, progresar… ¿Dónde se encuentra el diccionario que decide qué verbos son positivos y cuáles no?

Esforzarse, desarrollarse trabajar… Siempre he dicho que hay algunos verbos que están muy sobrevalorados.

Renovarse, batallar, involucrarse… ¿Serían tan amables de dejarme cinco minutos a solas con el diccionario y pasarme ese tippex de punta gruesa?

14.11.09

Aspirante a koala


Se necesita un buen motivo para irse a un sitio tan lejano como Australia. Y yo, no lo tenía.
Torrelodones; vale.
Barcelona; también.
Pero si lo que quieres es largarte al otro lado del mundo, necesitas un buen motivo con el que convencer a tus padres.
En mi caso, la excusa daba igual. Algo con lo que contentarles; un hueso. Un “necesito realizarme”. Cualquier cosa que les ayudase a entender un poco lo que estaba sucediendo.
Porque convencerles a ellos era lo fácil. Lo difícil era cuando trataba de convencerme a mí mismo. Precisaba de algo con lo que empantanar mi cerebro, una coartada con la que justificarme si todo salía mal. Porque si había una cosa que yo necesitaba, esa era irme. Todavía no sabía porqué, lo que sí sabía, es que ya tenía prisa por hacerlo. Y es cierto, en Australia no se me había perdido nada. Y también es cierto que allí posiblemente seguiría siendo el mismo amargado que aquí. Puede ser. Pero también puede que no, y hay que reconocer que simplemente, a veces, la distancia ayuda.
En cualquier caso, poco importa. La cosa es que de tanto pensar los porqués, me obsesioné. Por las noches inventaba historias que durante el día me repetía. Historias donde los recuerdos traumáticos de mi infancia imaginada, pedían ser psicoanalizados. Y si quería superar de una vez ese pasado ficticio, debía ir a Australia y enfrentarlos.
Por eso, al final, de todas las historias que inventé, quedaron tres. Ésta es la primera.

A los nueve años, para los carnavales del colegio, mi madre me hizo un disfraz de koala. La profesora nos había dicho que ese año nos disfrazáramos del animal que más nos gustase. En un principio, parecía muy fácil. Todos los niños tienen un animal preferido; un tigre, un oso panda, el perro o que sé yo. Cuando un niño elige su animal preferido hay una serie de reglas que hay que tener en cuenta. En primer lugar, debe ser mamífero, (el urogallo, aunque nos parezca muy gracioso, jamás aparecerá en los ranking de popularidad de los zoológicos). Si eres chico, puedes escoger algún reptil o algún ave siempre que sean peligrosos, véase las serpientes o el águila real. Si eres chica, quedarán más apropiados conejitos o cervatillos. A ser posible animales que se puedan abrazar (con la excepción del caballo aunque también entra su variante: el pony).
Sin embargo, yo era diferente. Mi animal preferido era el koala. Koala había sido el primer peluche que había tenido, y de koala había sido mi primer disfraz. No tenía ninguna razón, simplemente su destino iba ligado al mío desde que tenía uso de razón. Por eso, cuando la profesora dijo de disfrazarnos, no dudé cuál sería mi traje.
Así que, al día siguiente, el patio del colegio estaba rebosante de pequeñas fieras que rugían, chillaban y mordían con más ahínco que de costumbre. En el recreo, como de rutina, fui al rincón de los columpios. Allí sentado, un larguirucho leopardo me dio la bienvenida.
-No te puedes subir.
-¿Y por qué no? –Le respondí.
-Los osos amorosos no pueden subirse a los columpios.
-No soy un oso amoroso, soy un Koala.
-Eres un oso amoroso y deberías ir a buscar tréboles o a jugar con las palas.
Una niña vestida de ardillita (y con los mismos dientes que su disfraz) se acercó al columpio que estaba libre y se subió de un saltito.
-¿Y ella, por qué puede subirse?- Pregunté yo.
- Ella es un animal real y tú no.
El koala sí que existe. –Argüí
-¿Ah sí? Me dijo.¿Y qué animal es un koala?
Se hizo un silencio afilado. Los cuatro ojos pesaron demasiado.
-Vete a jugar con las palas. –Me rugió el leopardo.

Ese día, lo primero que hice al llegar a casa fue ir en busca de la enciclopedia para ver qué demonios era un Koala. El caso es que nunca me había interesado demasiado la biología, pero ese día había perdido algo. Una cosa que dolía y punzaba dentro de mí y a la que erróneamente por esas fechas llamaba orgullo.
El aliento me palpitaba en la garganta impidiéndome llorar y sólo había una manera de solucionarlo. Abrí la página de la enciclopedia y leí lo que ponía sobre el koala.
“Koala: mamífero marsupial que vive en Australia.”
Muy bien. Mamífero sabía lo que era, y Australia también. Pero marsupial… ¿Qué diablos era un marsupial? Busqué de nuevo.
“Marsupial: Dícese de los mamíferos cuyas hembras dan a luz prematuramente e incuban a sus fetos en una bolsa hasta que éstos terminan de desarrollarse del todo.”
¡Estupendo! Resulta que el koala no sólo era un estúpido bicho parecido a un oso de peluche, sino que además, era un animal que nacía mal formado.
¡Genial! Así que esa triste bola de pelo venía a ser mi animal favorito. Ese era el animal que había defendido a costa de mi popularidad en la escuela. De verdad, estupendo.
Mi padre, que estaba sentado en la cocina leyendo las cartas del banco, no se percató de mi presencia. Me acerqué a él llorando.
-Papá, el koala es el peor animal del mundo, ¿Por qué dejaste que fuera mi preferido?
Mi padre continuó absorto en las cartas.
-Si no te gusta, elige otro animal.
-Pero eso es imposible. –Dije yo. -Sólo se puede tener un animal preferido y es para siempre. Además, -Le dije -No tengo otro disfraz.
Mi padre siguió sin levantar la vista de sus cartas.
-El koala es gris, ¿no? Pues disfrázate de canguro. Hay canguros grises, sólo tendrás que añadirle una cola.
-¿Y ese canguro? –Pregunté.- ¿También es un marsupial?
Yago, ¿No ves que estoy ocupado? –Dijo mi padre levantado los ojos por primera vez de las cartas. -Espérate que llegue tu madre y le preguntas a ella.

Y así fue como empezó todo. No es necesario decir que para ser aspirante a koala hace falta algo más que un buen disfraz. En realidad, hasta hace poco pensaba que era una cuestión de naturaleza. Algo con lo que nacías o no nacías. Como dije de pequeño; “No se puede cambiar de animal.” Ese era mi tótem, mi ascendente, mi destino. Y hasta los griegos sabían que no se debía jugar con el destino.
Yo había nacido para ser koala y tenía que aprender a aceptarlo. Al fin y al cabo, la insatisfacción que me oprimía por las noches, esas ganas de gritar debajo del agua, de arañar, bufar o descolcharme, sólo eran eso: estar mal formado. Es duro nacer marsupial en un mundo de mamíferos, sobre todo, cuando hay leopardos acechando por todas partes.
Hasta aquí la primera historia. La primera de esas tres historias que contaba para justificar mi obsesión por Australia. La segunda la contaré otro día. Por hoy, ya es suficiente. Lo peor de todo esto, lo que más me jode, es que a día de hoy, no recuerdo cuál de las tres historias fue la que elegí.

25.8.09

Una vida de Alfredo

Tú quieres que te amen, con lujuria, con pasión, con ímpetu. Con todos los sinónimos de la RAE. Quieres que te amen de forma exagerada, loca, tal y cómo te han enseñado las películas que deberían hacerlo. Por eso, cuando vas a un restaurante, te decepcionas al ver que tu novia no empieza a fingir un orgasmo igual que cómo cuando Sally encontró a Harry. Agachas la cabeza, hundido, cabizbajo, porque encima de no haber oído los gemidos, has tenido que pagar tú la cena. ¿Y por qué ocurre todo esto?Muy sencillo. Tan sólo hay una cosa que tienes que entender, y es que tú nunca podrás ser el sueño erótico de ninguna chica. Así de sencillo. Así de amargo.

Tú te llamas Alfredo, no Brad, ni Leo, ni siquiera te llamas Harry. Tú te llamas Alfredo y sólo puedes aspirar a llevar una vida de Alfredo, a tener una polla de Alfredo, a que te amen en tu medida de Alfredo. Y eso es muy duro, porque ninguna chica pasará la vergüenza de gemir por un Alfredo.De esta manera, vas pasando de frustración en frustración, y de fracaso en fracaso. La F es la letra del abecedario que más controlas, y por eso no te sorprendes cuando acabas llamando a una furcia. Al principio hay algo que te incomoda, (alguien podría pensar que es la moralidad) pero no. Que va. En el fondo, lo que te joder es que ya tienes veintitantos y estás cansado de esperar. Lo que no puede dejar de pensar es que en esta vida de sexo y desenfreno, ya llevas retraso, y por mucha prisa que te des en pulirte la tarjeta de crédito, nunca vas a poder recuperar el tiempo perdido. Porque los amores funcionan del mismo modo que el aire, y si no me crees, escucha lo siguiente:

¿Qué pasaría si dejases de respirar durante tres minutos y luego te resucitaran? ¿Seguirías viviendo? Sí, pero durante esos tres minutos, la falta de oxígeno en el cerebro habría matado tantas células que ya nunca volverías a ser el mismo. Pues lo mismo pasa con el sexo. Puede que a los cuarenta años tengas un montón de pasta y eso te permita follar todo lo que desees. Pero si no lo has hecho cuando tenías dieciocho, la cicatriz que abriste en la adolescencia nunca se podrá cerrar. Y eso es así de duro. Así de amargo.

Y lo peor de todo, lo increíblemente injusto y peor de todo esto, es que simplemente sucede porque tú te llamas Alfredo.

16.7.09



Una calle vacía. Por no estar, no está ni él, tampoco ella. Solo su ropa. Ropa caída, ropa sin un cuerpo que vestir, ropa sin vida. Como huellas del crimen. La reconstrucción de una relación convertida en jirones de ropa. La pelea vista por un cordón roto, una camiseta que encogió en la lavadora, pequeños rastros que muestran el paso del tiempo, sin que la desesperación se llegue a entrever. Unos calcetines (como siempre desparejados.) Una cazadora americana que se puso una vez para impresionar y que, por no haber cumplido su misión, quedó relegada a una percha, y un cuaderno. Uno que solo se escribía cuando había miedo. Él no sabrá donde acabarán todos sus recuerdos. Ella lo sabe, pero lo quiere olvidar. Una tragedia escrita en el suelo, una historia de amor que acaba en un cubo de basura. El basurero, al día siguiente, tratará de reconstruir la situación pero no podrá.

13.7.09

En una caja de cerillas, Jaime descubre el dolor.
En una maceta, Luisa, el sabor de la tierra.

Es viendo el mar donde Arturo descubre el infinito.
Y enfrente de una lentejas, donde Emma aprende esa palabra llamada resignación.

Mientras tanto, en un espejo, Alejandro e Irene, desnudos, descubren por qué los seres humanos son diferentes.
Y en una cama, bajo las mantas, los hermanos Roberto y Tomás, descubren con la ayuda de una linterna como se siente uno al descubrir una cueva y a qué sabe el sabor de la aventura.

Probando muestras de comidas de perro en un veterinario, Andrea descrubre con Sparky el valor de compartir.
Y viendo a la hermana mayor de su amigo Mateo, Alberto descubre el valor de la lencería.

Saltando olas y persiguiendo gaviotas, Victoria descubre esa palabra tan mal empleada llamada libertad
Y comiéndose todos los ositos de color naranja, Ignacio descubre la fuerza del egoísmo.

Esto sucede antes de que todos ellos cumplan cinco años, antes de que aprendan que deben aprender.

En la alcoba de su habitación, Adriana duerme y al mismo tiempo sueña que no es mayor nunca.


Antes de conocernos, a ti y a mí nos separaban 357 camas. Entre nosotros había 712 paredes. (Eso si no contamos la que tiraron tus padres para agrandar el salón.)
También había entre nosotros 954 cocinas, 298 estanterías y 17 cuadros de de caballos corriendo en el medio del salón.
Tú te encontrabas a 283 televisores y siete barrios de distancia.
Pero ahí no acaba la cosa. También estabas a 1974 risas de que nos conociésemos. A 133 tampones usados, a 359 lloros de distancia.
Te encontrabas a 41 te quieros dichos a otras chicas, a 479 orgasmos y a 85 sobres de sopas Knor tomados un jueves por la noche.

Para recorrer la distancia que había entre tu vida y la mía, sólo hubo que solventar 7 paradas de metro, las siete horas de cola del concierto, y una vez allí, aguantarte la mirada.

Tardaste en recorrer las 39 calles que separaban tu casa de la mía 6395 días. 6395 para que luego te bastase con 1 mirada.

Ahora han pasado 6395 días desde que nos conocimos. Justo los mismos que tardamos en conocernos. Ya no hay 283 televisores entre nosotros, lo que hay ahora son 4270 días cenando con la tele encendida. Ya no nos separan 954 cocinas, lo hacen las 1842 bolsas de basura tiradas. Tampoco hay 85 sobres de sopas Know, pero sí 261 huevos fritos.
Entre tú y yo ha habido 24534 lágrimas derramadas. 17215 de ellas delante de mí. Las otras 7319 en silencio.
También ha habido 2304 lavadoras y 8733 calcetines tirados (demasiados calcetines para que entre tanta suciedad sobreviviese algo)
Pero es que ahí no acaba la cosa. En este tiempo nos han separado 396 “hoy estoy cansada”, 14874 “síes”, 22979 “nóes”. Algún “basta”. Muchos “ya está bien”, y muy pocos “lo siento”.
Ahora ya no hay 17 cuadros de caballos corriendo en el medio del salón. Lo que hay es una foto de una niña sonriendo que es lo único que nos une.
Entre nosotros ya no hay 712 paredes. Sólo hay una, pero parece muy gruesa. También hay un sofá de distancia. Desde el mismo en que comprendo, que mañana por la mañana no estaré aquí.

Ilustración de Itziar San Vicente

2.7.09


De pequeño había intentado ser delegado de clase, no comer la menestra del colegio, acostarse después de las doce y no lo había conseguido. En la adolescencia intentó ser anarquista, perder la virginidad antes de los quince, y tampoco dio resultado. Así que, cuando llegó el día en que intentó suicidarse lanzándose desde la azotea y no funcionó, tampoco se sorprendió demasiado.
-¿Por qué no te metes a político? Le dijo un amigo mientras se recuperaba en el hospital.
-Así no te sentirás mal cuando no cumplas lo que te propones. Y así hizo.
Cual no sería su infortunio el día que todas sus falsas promesas se hicieron realidad.
Ningún votante fue capaz de perdonarle esa afrenta en las siguientes elecciones.

Ellos sabían que nunca los detendrían.
Que ningún juez los condenaría.
Pero los dos se sabían asesinos.
Culpables de mil pequeños crímenes.

Él era de los que reciclaban el plástico.
Ella, de las que esperaban su turno en las colas.
El resto de los días se acordaban de mandar felicitaciones.
Eran de los que sabían, sin necesidad de una agenda, las fechas de cumpleaños.

Cualquier abogado los hubiese defendido.
Ningún niño hubiese volteado su cabeza.
Cuando el jurado entró en la sala
Lo único que vio es que ambos pagaban sus impuestos.

Pero aún así, ellos se sentían criminales
Y aunque nadie los declarase responsables,
los dos se sabían asesinos.
Culpables de mil pequeños crímenes.

Culpables de haber acabado con su paciencia.
De haber apedreado su inocencia.
Los dos sabían ser los homicidas
De las mil vidas que imaginaron vivir juntos.

Pero el juez no vio los cadáveres.
Y los vecinos no escucharon los gritos.
No hay desacato, hay consenso.
Los bienes se dividirán en dos.

Así fue como quedaron impunes
Del delito de su relación.
Libres de haber acabado
Con todo aquello que amaron del otro.

Se sabían asesinos. Y querían su castigo.
Pero nadie los paraba por la calle.
Porque el resto de la gente, no eran justicieros.
Eran sus cómplices.
Cómplices de mil pequeños crímenes.

1.7.09


Esther es linda en la superfice, pero debajo hay una alfombra de vacío por la que perderse. Ana María tiene buen trasero y un movimiento de caderas que daría envidía a cualquier atracción de una montaña rusa. Sin embargo, su mente me dice lo mismo que una tarde entera jugando al cinquillo. Iria, en cambio, es un mar cenagoso por el que navegar. En ella conviven tanto las zonas abisales, como aguas cristalinas. Su calma chicha pasa a marejada con la velocidad de un tornado, y tú en ella estás tan indefenso como un cascarón de nuez en un océano. Aún ni con toda una vida viviendo juntos lograría entender que misterioso secreto es lo que hace moverse. Por otra parte, su culo anda bastante prieto y sus tetas, aunque pequeñas, son un placer destinado a castas superiores a las que no pertenezco. Podría jugar cienmil veces a la lotería y nunca tendría tanta suerte como he tenido con ella. Podría pasarme cada segundo de mi vida a su lado y nunca llegaría a comprenderla.
Sin embargo, en este bar, a las dos de la madrugada, mis ojos no pierden de vista aquellas nalgas que prometen el infierno. Sé que en la cama me espera Iria durmiendo, pero los gritos de mis amgios no me dejan oír los suaves ronquidos que emite llamándome como una sirena. Sé que está noche acabaré vomitando tras haber pasado bajo las sabanas de Esther, Ana María o como se llame la chica que baila y que no para de mirarme. Mañana, cuando me despierte, seguiré sin saberme su nombre.
Por muy guapa que seas, la belleza importa poco una vez has eyaculado. Por eso mañana, la chica de la pista de baile no me quitará el sueño. El problema está en esta noche, y en ese trasero que no me deja ver nada más. Lo que la mayoría de la gente no entiende, es que más allá de la carne, lo que nos atrae es la satisfacción de probarnos que uno todavía es capaz de conquistar. Porque no hay nada que mate más, que la tranquilidad de saber que ya tienes algo. Da igual que hayas sido pobre toda tu vida. Al día siguiente a que te toque un millón de euros ya sentirás que es tuyo por derecho propio. A lo bueno te acostumbras, y no hay nada peor que el uso para que pierda valor, ya sea un millón de euros o la mujer de tus sueños.Tal vez no juegue limpio. Tal vez mañana, de madrugada, sienta como la suciedad me crece cuando me meta en ese hueco que Iria ha dejado en las sabanas para mí. Pero en este momento, en lo único que pienso, es que esta chica que me está abriendo la bragueta sólo me bese en aquellas zonas a las que pueda llegar para quitarme el carmín.

María Eloísa es una chica muy linda que guarda cien mapas dentro de su cabeza y mil brújulas en sus pies. Si la preguntas por Nairobi, sabe decirte la época de lluvias, la moneda en vigor y sus dos idiomas oficiales. Así, con casi cualquier país que le preguntes. Con respecto a sus pies, sólo hay que seguirla un día por los parques de la ciudad universitaria y lo entenderás. Anda corriendo y lo hace con una suavidad que encandila. Se ha comprado una veleta de esas que tienen una flecha y forma de gallo para cuando emprenda su “gran viaje.” No es de las grandes, es de las que caben en el bolsillo. Lo hace por si un día se pierde y no sabe el camino. Entonces, dice, sacará la veleta y el viento le indicará por donde seguir. Lo tiene todo preparado, todo salvo la ruta. Sabe que partirá el 23 de Junio, pero no sabe dónde estará el 17 de noviembre. “Si supiera a dónde voy, no sería un gran viaje.” También se había comprado un playmóvil aventurero en un mercadillo. Un compañero de viaje que tuviese más experiencia y que siempre estuviese sonriendo. Tenía el propósito de escribirse una carta desde cada país y meter una piedra dentro. Así cuando llegará, tendría un montón de trocitos del mundo. Posiblemente los colocará en una vitrina y la expusiera como “una vuelta al mundo en un sólo vistazo” o algo así. No lo tenía muy claro pero sabía que de alguna forma iba a sacarse su dinero con eso. Mientras tanto, trabaja de mujer-anuncio en la calle para ganarse el sustento que le permitiese viajar. Se sienta en un banco y se pone un cartón que promociona una sucursal de comida rápida. Y eso es todo su trabajo. Sentarse y esperar que los viandantes que crucen delante de ella se deslumbren por las letras fosforitas. “Nucdogs. Nunca un perrito caliente supo tanto a verdadero perrito.” Ese es el eslogan y su parte delantera. En la espalda, donde los anuncios del cartel no llegan, muestra una camiseta que ha dibujado ella misma y que dice: “Hay más vacas y cerdos en el mundo que personas. No te avergüences si te llaman lechuguino.” Si alguien le pregunta, tiene que indicarles que el local está a cien metros girando la esquina. Pero cuando alguien lo hace suele ser para preguntarle qué libro está leyendo.
Así lleva más de dos años. Ahorrando y ahorrando para cuando todo esté listo. Si le preguntas cuanto más necesita. Te dice un poco más, sólo un poco más y ya está. Pero todos sabemos que no está ya. Que tras el 23 de junio vendrá el 14 de septiembre, y que tras septiembre vendrá primeros de año. No es la quinta vez que pospone su viaje y tampoco será la última. El día que la conocí, estaba en una cafetería haciendo cálculos en una servilleta. Cuando le hablé, me dijo que intentaba descubrir la manera de que su mochila bajase de 8 kilos 200 gramos sin dejar ningún artículo en el camino.
Nunca he visto a nadie que estuviese tan preparado para enfrentarse a su destino. El problema es que con tantas cosas había olvidado meter el valor de enfrentarse a él en la mochila, y ahora ya no le cabía. Ella sigue diciendo, que no pasa nada, que más tarde o más temprano hará pero, yo creo que ya lo ha empezado, hace 23 años. Lo que pasa es que no se ha dado cuenta.

La contradicción del abejorro

Un buen día, en el bosque de los animales, la Lechuza vio al Murciélago cabizbajo. Movía las alas con desgana y suspiraba a cada rato. La Lechuza, que era muy lista (todos los búhos lo son), se extrañó al verlo volar a la luz del día.
¿Qué te pasa?- Le preguntó.
Estoy triste.- Le contestó el Murciélago. La Lechuza preguntó el por qué de su tristeza, pero el Murciélago no quería hablar. Al final, tras mucho insistir, consiguió que éste le explicase su malestar.
Me siento acomplejado.- Dijo el Murciélago. -Creo que no sirvo para nada. Estoy mal hecho, soy feo, y ni siquiera vuelo bien. Cualquier pájaro es capaz de ganarme en una carrera y hasta me cuesta cazar una polilla. - Dijo el Murciélago relatando su malestar.
-Vivo de noche para que los demás mamíferos no se avergüencen de mí. El resto de mis compatriotas ni siquiera vuelan. Creo que no debería existir.
La Lechuza escuchó a Murciélago atentamente (y como era muy sabía), cuando éste acabó, le habló sobre la importancia de de quererse a uno mismo. De respetarse, y de valorarse como forma para que te valoren los demás. Pero el Murciélago seguía triste y con ánimo alicaído.
Eso mismo pensaba yo antes de conocer al colibrí.- Dijo el Murciélago.
-¿Qué tiene que ver el colibrí con tu bajo estado de ánimo?-Le preguntó la Lechuza.
-¿Cómo puedo compararme yo con él? - Respondió el Murciélago. -El colibrí es capaz de mover las alas 80 veces por segundo. Eso son 4800 aletazos en un minuto. Yo apenas puedo planear. Él las mueve tan rápido que pueden permanecer parado en el aire, o volar hacía atrás, o hacía un lado, o hasta boca abajo, como un helicóptero. Yo necesito tirarme desde altura o no sería capaz de despegar. De hecho, el colibrí vuela tan bien que no tiene casi necesidad de sentarse. Y mírame a mí, que cuelgo boca abajo.
Así fue como el Murciélago relató a la Lechuza las proezas del colibrí. Que si el 30 % de su peso eran los músculos de sus alas. Que si su corazón era capaz de latir 1250 veces por minuto. Así estuvo hablando durante más de dos horas. -La verdad, Lechuza. – Dijo el Murciélago. -Cada vez que me cruzo con el Colibrí se me cae el alma al suelo y no puedo dejar de pensar que soy un miserable.
La Lechuza, que había escuchado atentamente todo lo que había dicho el Murciélago, pensó durante largo rato una respuesta que pudiese dar al Murciélago de la confianza perdida. Finalmente dijo:
-Tienes razón. Eres feo, tienes las orejas grandes y los ojos saltones. Tus alas parecen dos estropajos y tus patas alambres de metal. No me extraña que tengas envidia al colibrí. Ahora que me has explicado todo esto, yo también me siento acomplejado. Ay, Murciélago. ¿Qué podemos hacer?
El Murciélago abrazó a la lechuza y sollozaron. Estuvieron lamentándose de sus imperfecciones durante un buen rato en aquel claro del bosque.
Finalmente, a la lechuza se le ocurrió una idea. Visitar al colibrí para preguntarle qué podían hacer con sus vidas. Y hacia allí se encaminaron.
Cuando por fin llegaron, se encontraron que el colibrí estaba también suspirando en lo alto de la rama de un árbol.
¿Qué te pasa? –preguntaron Lechuza y Murciélago.
Estoy triste.- Respondió el colibrí.
¿Tú? Dijo el Murciélago sorprendido. Pero, ¿por qué?
Me siento acomplejado.- Respondió de nuevo el colibrí, y señaló hacía abajo. El Murciélago y la Lechuza miraron el campo de flores. Allí sólo había un pequeño abejorro que zumbaba de flor en flor.
-¿Cómo puedo compararme yo con él? - Respondió el Colibrí. -El Abejorro mueve las alas 15.000 veces por minuto. Eso es tres veces más rápido de lo que puedo hacer yo. Fijaros en sus alas, no son más que dos estropajos. ¿Y qué me decís de su cuerpo? Parece una pelota de tenis. Cada vez que lo miro con esas alitas es como si estuviese pavoneando su facilidad para volar. Ojala yo pudiera hacerlo con esas alas raquíticas y transparentes y no con estas alas fuertes que no sirven. La verdad. – Dijo el Colibrí. -Cada vez que me cruzo con el Abejorro se me cae el alma al suelo y no puedo dejar de pensar que soy un miserable.
Entonces, en ese mismo instante, los tres animales miraron para abajo. Y aunque todos miraron el mismo punto, ninguno de ellos pensaba lo mismo.

Según los manuales de aeronáutica, el abejorro no puede volar por la forma y el peso de su cuerpo en relación con la superficie de sus alas. Pero el abejorro no lo sabe, por eso sigue volando.
IGOR SIKORSKY

Todos tenemos buen currículum


-No.

-Quizás.

-Tal vez.

-No.

-Nanay.

-No hay.

-Que va.

-Lo siento.

-No.

-Que no.

-Porque no.

Salgo a buscar trabajo y la respuesta se escribe sola. No hay nada más estúpido que un tipo caminando con un currículum bajo el brazo. No me extraña que sea difícil encontrar trabajo, cualquier persona que lleve camisa y una hoja de papel en las manos dan ganas de joderlo. No me sorprendería si me contasen que en las guerras utilizan a personas que buscan trabajo como chaleco antibalas. Ya lo sé. Todos pasamos por esto, incluso los jefes. La diferencia es que ahora son ellos los entrevistadores y yo el entrevistado. Es su única oportunidad de cagar a alguien tal y como les cagaron a ellos. De sentirse por encima de ti. De ser superiores. No les culpo. Yo haría lo mismo.

A los quince años había una chica en mi clase que se llamaba Clara. Era gorda, de pelo electrizado, y siempre que la veías, estaba comiendo un bollo. A los quince años no nos gustaba a nadie. Todos creíamos tener cotas más altas a las que aspirar.

Sin embargo ya se la había chupado a la mitad de la clase. Alguno se inventó una frase que ese año repetíamos continuamente.- ¡Chupapolla Claraboya! Se lo gritábamos agarrándonos bien fuerte la entrepierna. Y con tonillo. En plan cantinela, que así jodía más.

Evidentemente, un año antes nadie decía tal cosa. Todos estábamos deseosos de ser uno más del grupo de sus elegidos. Pero en tercero de B.U.P, aquellos que éramos iniciados ansiábamos nuevas conquistas, alguna que no estuviese tan devaluada.

Es cierto, teníamos quince años, (habíamos pasado de matar hormigas a los cinco, a pegarnos a los diez, a insultarnos a los quince) Éramos chavales y no entendíamos bien lo que hacíamos (aunque en realidad si entendíamos) La humillábamos por hacernos algo que deseábamos y que ninguna otra persona quería hacernos. Simplemente porque ella lo hacía y las otras no. Esa era nuestra manera de vengarnos contra el mundo. Insultarla a ella.

Lo bueno de estas cosas es que la vida suele devolverte la jugada. El otro día vi a Claraboya en un spot australiano. (Se había cambiado de país, no lo sabíamos.) Anunciaba un conjunto de sujetadores. Había perdido cuarenta kilos y había ganado en bótox y cirugías, pero las tetas estaban como entonces. Por eso, cuando la vi, apenas la reconocí. Ella parecía una veinteañera que no desentonaría en las playas de Malibú y en cambio a mí, me estaba creciendo una tripa que sería difícil de disimular en lo que me resta de vida.

Con esto lo que quiero decir es que es muy fácil culpar a la inflación, al superávit, o a los contratos basuras. Supongo que esto explica algunas cosas y hace la vida más llevadera. Sin embargo, lo que no explica es que el vecino pegue a su mujer cada noche, o que a los hombres de cuarenta les gusten las chicas de catorce.

Nosotros teníamos quince años y en su momento, eso podía servirnos para justificar aquello que estábamos haciendo. Por suerte la vida nos la hizo pagar. Lo malo, es que a veces Dios no siempre tiene tiempo para vengar todos los desacatos. En cualquier caso, no lo culparé si no me da trabajo.

21.6.09

La pequeña aventura de la joven Natalia Brishgam.

La pequeña Natalia Brishgam lo sabía muy bien. “Cuando cumpla dieciocho años perderé mi virginidad”.


Eso había escrito en su diario. Ese que guardaba en una caja, detrás de los peluches. En lo más alto de la estantería. Donde no llegaba nunca a hacer limpieza su mamá.

Por eso cuando Natalia volvía de dar una vuelta con su novio, y éste se quedaba en el coche mirándola de “aquella” manera, ella decía NO a su proposición de hacerlo en el asiento de atrás.

Un beso. un buenanoches. y quizás un "mañana se verá". Así era la relación de Natalia con su novio Allan, con el cual llevaba siete meses.

Luego, se iba a su casa, daba un beso de buenas noches a sus padres, conectaba el ordenador y se metía en Internet.

Esto lo hacía tres veces al día desde hacía tres años. Desde que decidió anunciarse en un portal de subastas con el siguiente anuncio:

Chica de 15 años vende su virginidad al mejor postor. Rubia, regordita, cara de buena. Precio de salida 300 euros. Véase foto.

Los abogados de la página web, cuando vieron el anuncio, se escandalizaron. Una niña poniendo un anuncio como ese. ¿Dónde se había visto algo así? Inmediatamente se pusieron en contacto con la pequeña Natalia.

No consentirían que se produje semejante puja….
….Hasta que no hubiese cumplido mayoría de edad.

La pequeña Natalia se negó. Dijo que eso bajaría el interés por su “producto.” Pero los abogados fueron al juez, y éste le explicó a Natalia que había unas leyes. Al final, no tuvo más remedio que aceptar.

De esta manera esperaba Natalia Brishgam a que pasasen los cuatro meses que quedaban para su cumpleaños. También escuchaba música, salía con amigas, o estudiaba para los exámenes.

Pero no fue la única. A partir de su anuncio, salieron muchas competidoras. Chicas que también se vendían para pagarse los estudios, o dar de comer a su familia, decían.

Gente que se subía al carro viendo el éxito de la oferta. Fue entonces cuando la pequeña Natalia volvió a demandar a sus competidoras porque bajaban la demanda. Esta vez, el juez le dio la razón.

Cientos de páginas, y manifestaciones aparecieron oponiéndose a ello, y en los medios se empezó a hablar de prostitución.

Pero dio igual, porque los días seguían pasando y la pequeña Natalia Brishgam seguía viendo como aumentaban los dígitos. la subasta inicial ya superaba los 78.329 euros y no tenía aspecto de que fuese a parar.

El día de su cumpleaños se cerró la puja. La ganó un hombre divorciado y con dos hijos que prefirió no dar su nombre pero sí su edad, setenta y cuatro años.

El encuentro tuvo lugar en un hotel. Cuando Natalia llegó a la habitación, vio que ésta estaba decorada igual que su cuarto. La única diferencia es que sobre la cama había extendidas dos toallas blancas, y al lado de la estantería de los peluches aguardaban dos señores con traje.

Los hombres pidieron a Natalia que se tumbase en la cama. Entonces, sin ponerse una bata, únicamente colocándose dos guantes de látex, procedieron a comprobar el estado del himen. Tuvieron cuidado para no romperlo a petición del comprador.

Cuando los notarios testificaron la calidad del producto, salieron de la sala y entró el cliente.

La puerta de la suite 169 estuvo cerrada durante cuatro horas. Nadie, incluido el servicio de habitaciones, tenía permiso para llamar.

El primero en dejar el hotel fue el hombre. Salió por la puerta de atrás. Cuando Natalia entró al vestíbulo, cientos de periodistas la aguardaban con sus micrófonos enhiestos para preguntar.

Había una sola pregunta que salía de muchas voces distintas. “¿Cómo ha sido perder la virginidad?”

La pequeña Natalia Brishgam se rió. “¿Acaso no lo saben ustedes? Dijo con una voz suave, y volvió a reír.

Los periodistas insistieron buscando el titular del día siguiente.
“Ha sido igual que oír como chillaba mi perro - dijo Natalia- el día que lo atropelló un autobús.

Ese día-pensó Natalia-perdí la virginidad. Al menos por la oreja.
Porque la de su culo, ya la había perdido con el primer azote que recibió.
La de su boca, con el primer insultó que ella dirigió a sus padres.
Y la de sus ojos, con la primera muerte que vio por televisión.

Cada una de ellas tan joven, que no recordaba tener un diario donde apuntarlo.

20.6.09

Perfiles

A Joaquín Cofrades (Lloaquín como le gustaba corregir a él) lo conocimos un día en el mercadillo de la parte alta. Cuando le vimos, estaba metido entre dos puestos; uno era de calcetines de marca (los gitanos son capaces de ponerles Adidas a casi cualquier cosa) El otro, de fresas de temporada. Nos fijamos en él porque parecía estar haciendo negocios con una gitana muy gorda y muy vieja que hacía muchos aspavientos. Nos llamó la atención porque ni él parecía el típico comprador, ni la gitana el típico camello. (Más tarde nos contaría que lo que en realidad estaba comprando era un amuleto contra los males de ojo.)
El hecho de encontrarlo allá arriba, tan lejos del puerto y de la costa, no era casualidad. Como poco a poco fuimos descubriendo, Joaquín (perdón otra vez, Lloaquín) tenía una curiosa característica que consistía en tenerle miedo a casi todo. Como él mismo decía, su familia había sido muy pobre y su padre al morir, lo único que pudo dejarle en herencia, a parte de sus corbatas (para buscar trabajo), fueron sus supersticiones. Lloaquín era un saco de miedos ambulante. No sólo le tenía miedo a pasar debajo de una escalera o a romper un espejo. Su grado de profesionalidad en todo aquello que trajese mala suerte le hacía saber por ejemplo, que si besas a una persona empezando por la mejilla derecha, a la próxima que beses tienes que empezar por la izquierda, o sino, tocarle el hombro con la palma de la mano para compensar. Prácticamente él nos descubrió que había una regla para cada cosa que se hacía en la vida. Cambiar de camino cuando te cruzas con tres coches amarillos seguidos, o lavarse las manos cada vez que una persona dice la palabra alcahueta. El hecho de que tuviese que ser tan cuidado con todo lo que hacia, o se decía, le convertía en una persona muy temeraria. Lloaquín era una persona que salía muy poco de casa. Se movía en una serie de “anillos de seguridad” que él mismo había creado. Cuánto más salía a los anillos exteriores más posibilidades tenía de que le ocurriese algo malo.
Lloaquín vivía en la parte alta de la ciudad, cerca de la Ciudadela, y solo bajaba al paseo o a las ramblas cuando le llamaban para renovar los papeles del paro. Tenía miedo al agua, a los barcos, a los guiris y a que le cagasen las gaviotas. Había encontrado en el mercadillo de los martes un lugar de estabilidad, posiblemente porque los gitanos que lo habituaban eran las únicas personas que tenían tantas supersticiones como él.
Cuando Lloaquín salió de comprar el collar de huesos de ratón (la matriarca del clan se lo vendió como huesos de jineta), chocó con Marisa que, como siempre iba sin mirar. Al hacerlo, Lloaquín la pisó. Así que, según sus rituales, debía acompañarla durante media hora para asegurarse de que ésta no pisase a nadie más. Si lo hacía tendría que seguir al nuevo pisado y así, hasta una cadena sin fin. Pero nosotros no sabíamos nada de esto. Por eso, cuando empezó a seguirnos entre los puestos, en una mezcla entre pervertido sexual y espía patoso, llamó la atención de todos. No queríamos llamar a la policía porque nos hubiesen mandado a paseo de contarles que había un fetichista de pies que se había enamorado de las alpargatas de Marisa. Como él no quitaba ojo a los zapatos y nosotros íbamos a tomar un té y una Shisha en la tienda de Hadmed, le dijimos que nos acompañase sin resentimientos. Allí nos sentamos, y poco a poco a poco nos fue contado el motivo de su persecución. También nos relató el resto de sus costumbres lo que hizo se ganase un hueco en nuestro corazón y una invitación a todas las futuras fiestas que hiciésemos. Al final, la media hora de rigor se convirtió en seis horas. Todos queríamos tener un amigo namequiano, pero falta de eso, él podía rellenar ese hueco que nos faltaba. Además, era muy divertido ver la cara que ponía cada vez que pasábamos el pie por el encima del de Marisa.
Con el tiempo, fue olvidando esas costumbres y convirtiéndose en una persona más “normal”, al menos en ese aspecto. De hecho, pasó de apenas haber salido de su barrio, a acabar colgado de un árbol a veinte metros de altura durante dos días. Todo ello después de haber saltado de un globo aerostático. Pero bueno, estas cosas sucedieron tras haber conocido a Catherine, la que fue su novia durante dos semanas. A ella la conocí un día que huía de un colegio de primaria (era cleptómana de canicas). Pero como alguien dijo, eso es otra historia.

19.6.09

El muro


Contarán las narraciones que en pleno desierto del Sinaí, los israelitas construyeron un muro para que los palestinos no pudieran pasar a su territorio. Un muro para separar a las personas. Los israelitas querían un muro como los de antaño pero con la tecnología de los tiempos de ahora. Así fue como se inventaron la autopista. La nueva carretera separó a las personas que a partir de ese momento, no pudieron cruzar. Cada coche constituía un ladrillo, y cada ladrillo podía venírsete encima. Era un muro de aire que día tras día y noche tras noche se iba perfeccionando. Porque cada día el número de coches aumentaba y con ellos aumentaba el muro. Con lo que no contaron, es que había un problema. Con la autopista también se separó a las abejas, que se habían quedado a un lado, y las flores, que habían quedado al otro. Los científicos estudiaron el caso. Necesitaban un sistema para polinizar las flores y esas eran las abejas. No había otra manera. No las podían traer porque sus colmenas estaban al otro lado, pero tampoco las podían dejar porque las plantas no se reproducirían. Finalmente, los científicos dieron con la solución. Construir un puente para que pasaran las abejas. Así fue como crearon un camino lleno de flores. Una senda de olores que indicase a las abejas el camino a seguir. Contarán las narraciones como las abejas miraban desde arriba a la gente que esperaba, paciente, su oportunidad de cruzar al otro lado.

Ilustración de Itziar San Vicente

16.6.09

Buffet libre (sírvase usted mismo)


Enfrente del espejo. Estoy mirándome y quisiera ser otro.
Miro mis ojos y no me gustan, miro mis granos y quisiera morirme, miro mi nariz y quisiera rompérmela. Me miro entero y veo enfrente de mi a un capullo que con cara de gilipollas me mira. Y entonces quisiera ser otro. Quisiera ser más alto, más gordo, más guapo, oler a Hugo Boss. Me gustaría usar Axe y que unas tías desconocidas vinieran a follarme todas las noches. Beber leche de soja, apuntarme a taichi y que mi baño oliese a Don Limpio. También me gustaría usar unas Nike, tener un mondeo y poder usar compresas con alas. Y Como no quiero reventar lo único que me queda es mirar para otro sitio y aliviarme viendo como los demás también se amargan su vida intentando ser otros.
A mí para empezar me gustaría ser otro. A mi hermano que tiene cuatro años y es gilipollas le gustaría ser yo. A mi madre le gustaría ser la vecina para tener su mimipimer, y a mi vecina le gustaría que le pegase su marido.
A su marido violar a su vecina Cristinita, y a Cristinita le gustaría una 110.
A la que tiene una 110 le gustaría ser modelo y a la modelo ser anoréxica. A la anoréxica un big mac y al big mac ser Foigrás.
Al atleti le gustaría ser el Madrid, A la Beckham le gustaría ser la Nancy. A Martes ser 13, y a 13 una empanadilla.
A un pederasta le gustaría ser Michael Jackson, a Anesvad le gustaría más niños muriéndose de hambre.
Al mendigo le gustaría una vivienda y a la vivienda ser oficial. Al ciego le gustaría ser tuerto y al tuerto rey.
A Michael le gustaría ser Jordan, a Jordan ser Dios y a Dios ser Darwin.
A Aznar le gustaría ser 12 de Octubre, a Zapatero ser Zapatista. A Perón ser el Ché y al Ché ser un don nadie. A Nadie ser Alguno. Y a Alguno ser Todo el mundo.
Al dramaturgo ser un incomprendido. Al teatro le gustaría estar vivo. Al cine le gustaría ser tele y a la tele Internet.
Enfrente del espejo. Me miro pero ese que mira no soy yo. Yo me encuentro a diez mil anuncios de distancia que me dicen lo que no soy, lo que no llevo, y lo que no quiero llegar a ser. Y Eso es precisamente ser yo mismo. Porque apesto, igual que el resto de la gente. Y por eso bendigo que existan anuncios que me dicen a que tengo que aspirar. Porque lo que no soporto es esa gente que maldice a la publicidad, que la utiliza en esos discursos sobre la desigualdad del mundo. Esa gente que dice que llora cuando pone las noticias de la dos, o que elegiría cenar con Gandhi si le estuviesen preguntando en un concurso de miss mundo con quien le gustaría hablar.
Y me dan asco hasta vomitar. Porque aunque sé que debería, yo no lloro por muchos niños que salgan con moscas en las ojos porque no me sale. Porque una cosa es lo que siento y otra lo que debería sentir.
Y me dan asco hasta vomitar porque yo elegiría preguntarle a Scarlet Johanson de que color lleva las bragas antes que a Gandhi por qué no lleva ropa encima. Porque una cosas es lo que siento y otra lo que debería sentir.
Y me dan asco hasta vomitar porque yo no le echo la culpa a la publicidad de que nos sugestionen con aspiraciones insustanciales. Porque yo se que no necesito a la publicidad para desear lo que no tengo. Porque mi naturaleza me lleva a desear saber lo que no sé, a desear lo que no controlo, a poseer lo que se me escapa. Y por eso descubrimos el fuego, y por eso controlamos la naturaleza y por eso me pregunto por qué estoy aquí.
La publicidad lo único que hacer es vivir de ello. Porque al rico le gustaría ser guapo, al guapo ser listo, y al listo tenerla larga. Porque hasta si mi mano izquierda pudiese hablar, le gustaría ser mi mano derecha. Y si no lo entiendes es que deberías mirarte al espejo. Y si no lo entiendes te lo voy a explicar.
A mi mano izquierda le gustaría ser mi mano derecha porque:
Porque es con la mano que saludo, con la que digo hola, con la que doy la mano y con la que mando a tomar por culo.
Porque es con la que pido permiso para hablar.
Porque es con la que me la meneo, con la que me la muevo más rápido, porque estoy más cómodo, porque sólo pienso en la otra cuando quiero innovar.
Porque de las dos, es la que me leen las pitonisas.
Porque es la que se llena de mierda cuando el papel se rompe mientras me limpio el culo.
Porque es con la que doy azotes a mi hijo.
Porque es con la que me saco los mocos.
Porque con esa mano apretaría el botón para destruir el mundo.
Porque es con la que les hago un dedo.
Porque es en la que imagino que llevo la batuta marcando el ritmo.
Porque es la que me cortarían si fuese musulmán.
Porque es la que escribe estas palabras.

(Dedicado a todos los anuncios de colonias).


Ilustración de Itziar San Vicente